No. 38 “La Verdadera Esencia del Dar y Recibir"
En el teatro de la existencia, donde cada ser humano desempeña múltiples roles, hay una creencia dolorosamente arraigada, casi como un guión mal escrito que se repite acto tras acto: que el amor se mide por la magnitud de lo que se sacrifica, que ser amado equivale a despojarse de lo esencial —tiempo, energía, dinero, vida— y ofrendar en el altar del altruismo. Es como si uno se convirtiera en un árbol despojado de sus hojas, ofreciendo sombra hasta quedar desnudo, esperando a cambio un rayo de sol que rara vez llega.
Esta trágica comedia se origina en un desconocimiento profundo de nuestro propio valor. Nos convertimos en actores en busca de un aplauso —aprobación, reconocimiento, importancia— olvidando que el escenario es efímero y que, al caer el telón, lo único que nos queda es el eco de nuestro propio ser. La respuesta de los demás, más a menudo de lo que quisiéramos admitir, es una sala vacía, sin aplausos, sin gratitud, dejándonos solos con el peso de un sacrificio no correspondido.
Sin embargo, hay un acto de rebeldía, un giro inesperado en el guión que pocos se atreven a interpretar: la autoatención. Un acto revolucionario de reconocer nuestras propias necesidades en todos los niveles antes de abrir el telón para los demás, incluso para aquellos personajes principales en nuestras vidas: hijos, padres, pareja. Es como redescubrir el placer de respirar después de haber estado sumergido bajo el agua demasiado tiempo.
La verdadera ley y el orden de la vida, se revelan no en la abnegación sino en el equilibrio; en el reconocimiento de que no podemos ofrecer desde un vaso vacío. Es una danza delicada entre el dar y el recibir, donde la música solo suena armoniosa si aprendemos a nutrirnos primero a nosotros mismos. No es egoísmo, sino el más puro acto de amor propio que, paradójicamente, nos equipa para amar a otros de manera más plena y genuina.
Reflexionando sobre esta premisa, me sumerjo en la introspección, encontrando en cada resquicio de mi experiencia personal la confirmación de esta verdad. El amor propio no es un destino final, sino un viaje constante de descubrimiento y reafirmación. Es aprender a ser el sol en nuestro propio cielo antes de intentar iluminar el universo de alguien más.
Este viaje no está exento de sus propios desafíos y revelaciones dolorosas. Sin embargo, es en este proceso donde se forja la verdadera esencia del ser, donde cada uno aprende que el amor, en su forma más pura y desinteresada, comienza con un acto de generosidad hacia uno mismo. Solo entonces, equipados con una comprensión profunda de nuestro propio valor, podemos realmente atender a los demás sin perder nuestra esencia en el proceso.
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