"El guardián de los recuerdos perdidos"
En aquellos tiempos de soledad y remembranza, cuando el aroma de la nostalgia aún impregnaba las calles empedradas de mi memoria, yo era el hombre que se deshacía en lágrimas por los ausentes y se olvidaba de quienes lo habían borrado de sus vidas. Era yo quien se había hecho añicos como un espejo maldito al recibir el golpe más cruel del destino, un destino que se burlaba de mí con la misma intensidad con la que el viento azotaba las hojas secas en un otoño interminable.
Me convertí en el ser sin rencor, aquel que se encendía como pólvora mojada y se apagaba con la misma rapidez de un suspiro, pero cuya memoria era tan larga como los ríos que serpenteaban por la selva virgen. Me preocupaba por todos los míos, pues cada uno de ellos era un fragmento de mi propia existencia, como las hojas de un árbol centenario que se niega a morir.
Era yo la llovizna mansa que caía sobre los techos de zinc cuando la ausencia inundaba mis ojos de marinero sin puerto, y también la tormenta tropical que podía desatarse en un parpadeo, arrasando con todo a su paso. Amaba más allá de los límites de mi propio ser, sin importar cuánto amor hubiera del otro lado de la calle de tierra rojiza, pero estaba aprendiendo, con la sabiduría de los viejos patriarcas, a distinguir entre el trigo y la cizaña.
Mis ojos, cansados de ver tanta maravilla y tanta miseria, podían penetrar las máscaras más elaboradas, por mucho que intentaran ocultarse tras el carnaval de la vida cotidiana. La existencia me había forjado con el fuego de mil soles y los golpes de cien guerras, como se forja el machete que corta la caña y defiende el honor.
Era yo quien sostenía las raíces de la familia y del pueblo, aunque mis hombros ya cargaban con alas invisibles que ansiaban volar hacia horizontes desconocidos. Me convertí en la noche cargada de secretos inconfesables y en el día que revelaba verdades incómodas. Era el invierno que, inexorablemente, cedía paso a una primavera exuberante, pues había aprendido que la vida no es una estación eterna de lluvias y que, aunque nos empeñáramos en no verlas, las flores siempre encontrarían la manera de brotar entre las grietas del asfalto y el cemento.
Me había convertido en la suma de todos los amores que me habían tocado y de aquellos que me habían ignorado, en la mano tendida que apareció cuando menos la esperaba y en la ausencia de aquella otra que creí que estaría ahí para sostenerme en los momentos de mayor oscuridad. Era fiel a mis sentimientos, a mis vivencias, a las emociones que corrían por mis venas como ríos de lava ardiente.
No era yo lo que todos querían, ni lo que todos esperaban... Me había convertido en ese ser enigmático que pocos conocían y aún menos comprendían, como un libro escrito en una lengua olvidada que espera pacientemente a su traductor.
En las noches interminables, cuando el calor se pegaba a la piel como una segunda naturaleza, me sentaba en el viejo sillón de mimbre a contemplar el paso del tiempo, ese tiempo que se estiraba como un chicle infinito y que, sin embargo, nunca era suficiente para contar todas las historias que bullían en mi interior. Era en esos momentos cuando me daba cuenta de que mi vida era un tejido intrincado de realidad y fantasía, donde los muertos caminaban entre los vivos y los vivos soñaban con la inmortalidad.
Me había convertido en el guardián de una memoria colectiva que se negaba a desaparecer, en el cronista no oficial de un pueblo que vivía al margen de los mapas y de la historia oficial. Mis palabras eran conjuros que invocaban a los espíritus de los antepasados, que desenterraban secretos enterrados bajo capas y capas de silencio y olvido.
Era yo el hombre que podía ver la belleza en la decadencia, que encontraba poesía en el óxido de las máquinas abandonadas y en el musgo que crecía sobre las lápidas sin nombre. Me había convertido en el testigo silencioso de amores prohibidos, de revoluciones abortadas, de sueños que se desvanecían con la primera luz del alba.
En mi corazón latía el pulso de una tierra indómita, de un continente que se debatía entre la tradición y la modernidad, entre el realismo más crudo y la magia más sublime. Era yo el hijo bastardo de conquistadores y esclavos, el heredero de una historia de sangre y oro, de látigo y guitarra.
Me había convertido en el narrador de historias imposibles que, de tanto contarlas, se volvían más reales que la realidad misma. Era el hombre que podía hacer llover peces del cielo y convertir el agua en vino con solo desearlo. En mis manos, las palabras cobraban vida propia, se retorcían y se multiplicaban como las mariposas que anunciaban la llegada del amor y de la muerte.
Y así, en medio de ese torbellino de recuerdos y premoniciones, de amores perdidos y reencuentros inesperados, yo seguía siendo yo mismo, un hombre simple y complejo a la vez, un ser hecho de carne y de sueños, de dudas y certezas, de risas y lágrimas. Era, en definitiva, el protagonista y el narrador de mi propia epopeya, una historia que comenzaba cada mañana con el canto del gallo y que no tendría fin mientras hubiera alguien dispuesto a escucharla.
Hay que ser valiente para escribir la historia de la vida de uno mismo. Gracias por compartir. Dolly
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