No 108 El Camino del Despertar
Hay momentos en que el espíritu se desprende de sus ataduras terrenales, como una hoja que el viento otoñal arranca suavemente del árbol. En esos instantes de claridad cristalina, cuando el mundo exterior se disuelve en la niebla del amanecer, comenzamos a percibir la verdadera naturaleza de nuestra existencia: somos al mismo tiempo el buscador y lo buscado, el peregrino y el camino.
La sabiduría no llega como un relámpago que ilumina súbitamente el firmamento de nuestra consciencia. Se filtra lentamente, como el agua que se cuela entre las grietas de una roca milenaria, transformando nuestra esencia con la paciente persistencia de los elementos eternos. Cada despertar es un pequeño nacimiento, cada comprensión una muerte diminuta de lo que creíamos ser.
En el silencio del bosque interior, donde los pensamientos caen como hojas marchitas sobre el suelo húmedo de la consciencia, encontramos las huellas de todos los que hemos sido. Son rastros apenas visibles, como las marcas que deja el rocío sobre la hierba al amanecer, pero en ellos está escrita la historia de nuestras múltiples transformaciones. Cada paso en el sendero del autoconocimiento es una despedida y un encuentro: abandonamos la piel gastada de nuestras antiguas certezas y descubrimos, bajo ella, un ser nuevo y a la vez eternamente antiguo.
La verdad que buscamos no está en los libros sagrados ni en las palabras de los maestros, aunque estos sean faros que iluminan momentáneamente la oscuridad. La verdad habita en ese espacio infinito entre dos pensamientos, en ese vacío fértil donde el ego se disuelve como la niebla bajo el sol del mediodía. Es allí, en ese silencio preñado de posibilidades, donde podemos escuchar el susurro de lo eterno.
El camino del despertar es solitario, como todas las sendas que conducen a las cumbres más altas. Sin embargo, en esta soledad encontramos la paradójica compañía de todos los buscadores que han transitado antes que nosotros por los laberintos del espíritu. Sus huellas están marcadas en el polvo dorado de la consciencia universal, como estrellas que guían nuestro propio peregrinaje hacia el centro del ser.
Cada atardecer nos recuerda que somos criaturas de transición, habitantes del umbral entre la luz y la sombra. En este crepúsculo perpetuo de la existencia, aprendemos que la verdadera sabiduría no consiste en alcanzar una meta final, sino en abrazar la naturaleza cíclica de nuestro devenir. Somos como el río que fluye eternamente, siempre el mismo y siempre diferente, llevando en nuestras aguas los reflejos cambiantes del cielo y las profundidades inmutables del lecho rocoso.
La búsqueda espiritual es como un jardín que cultivamos en el corazón de nuestro ser. Algunas semillas tardan años en germinar, otras florecen con el primer rocío del alba. Pero cada brote, cada flor, cada fruto es un testimonio de la inagotable capacidad de renovación que habita en nosotros. En este jardín interior, las estaciones del alma siguen su propio ritmo, independiente del calendario del mundo exterior.
Al final, comprendemos que el despertar no es un destino sino una forma de caminar, no es una respuesta sino una manera de preguntar. Es el arte de vivir en el eterno presente, donde cada instante es una puerta que se abre hacia el misterio infinito de nuestro verdadero ser.
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