No 91 "Al Final del Camino"

 "En Paz con la Vida"

Cerca del final de mi viaje, cuando las sombras se alargan y el día comienza a desvanecerse, me encuentro en paz con la vida. Hoy, mirando hacia atrás, no siento amargura ni resentimiento, sino una profunda gratitud. La vida no me ofreció falsas promesas ni me condujo por senderos engañosos. No hubo en mi camino trabajos que no mereciera, ni penas que no pudiera soportar. Todo lo que enfrenté, lo hice con los ojos abiertos, consciente de que el destino era mío para esculpir.

Ahora, al contemplar el largo y a veces arduo sendero recorrido, reconozco que fui yo quien diseñó cada uno de sus tramos. Si en mi copa encontré la dulzura de la miel o el amargor de la hiel, fue porque yo mismo elegí cómo saborear cada experiencia. Las rosas que adornaron mi jardín no fueron un capricho del azar, sino el fruto de los rosales que cuidadosamente planté. Así, la belleza que floreció en mi vida fue un reflejo de las semillas que, con esperanza y esmero, decidí sembrar.

Es cierto que la primavera de mi juventud dio paso al invierno, como era inevitable. Pero nunca me ilusioné con la idea de que los días de mayo durarían para siempre. La vida me enseñó a aceptar cada estación con dignidad, comprendiendo que el ciclo del tiempo es parte de la danza eterna de la existencia.

Las noches de dolor fueron, en ocasiones, largas y solitarias, pero jamás se me prometió una vida sin dificultades. Y, a pesar de todo, en medio de la tormenta, también experimenté noches de paz, noches en las que el silencio traía consigo una serenidad casi sagrada.

Amé y fui amado, y en esos momentos sentí la cálida caricia del sol sobre mi rostro. Ahora, con el ocaso acercándose, puedo decir con certeza: Vida, nada me debes, porque todo lo que fui y todo lo que viví estuvo en mis manos. No guardo rencores, no hay cuentas pendientes entre nosotros. Vida, estamos en paz.

Y así, en este último tramo del viaje, cuando el horizonte se tiñe de los colores del crepúsculo, me encuentro en un lugar de reconciliación, no solo con la vida, sino conmigo mismo. He aprendido que la verdadera riqueza no radica en lo que se acumula, sino en lo que se vive y se comparte. Las heridas que alguna vez dolieron ahora son cicatrices que cuentan historias de superación, de aprendizajes forjados en el crisol de la experiencia.

He caminado por sendas pedregosas, tropezado y caído, pero siempre me levanté con la firme convicción de que cada paso, por doloroso que fuera, me acercaba más a comprender quién soy y qué significaba vivir plenamente. La vida, con todas sus vueltas inesperadas, nunca me ofreció garantías, pero sí me dio la libertad de elegir cómo enfrentar cada desafío, cómo transformar cada adversidad en una oportunidad para crecer.

Ahora, cuando el silencio se hace más profundo y la luz se desvanece suavemente, miro hacia el pasado sin lamentos. Acepto que no todo fue perfecto, que hubo momentos de duda, de miedo, pero también reconozco que esos momentos forjaron la persona en la que me he convertido. No busco excusas ni culpo al destino, porque sé que cada decisión fue mía, y que cada elección, por errada que pareciera, me llevó hasta aquí, a este lugar de serena aceptación.

El amor que di y recibí fue la verdadera medida de mi existencia. Más allá de las posesiones materiales, fueron esos momentos de conexión humana, esas risas compartidas, esos abrazos sinceros, los que realmente importaron. El sol que acarició mi faz en los días luminosos y en los grises, fue un testimonio de que, a pesar de todo, la vida siempre tuvo algo hermoso que ofrecerme.

Y así, mientras la noche se cierne con su manto de estrellas, no siento miedo. Siento gratitud por todo lo vivido, por cada alegría, por cada tristeza, por cada enseñanza que la vida me brindó. Al final de este viaje, con el corazón ligero y la mente en paz, puedo decir con sinceridad que no queda nada pendiente. Vida, cumplimos nuestro pacto, y ahora, con serenidad, puedo descansar sabiendo que todo estuvo en su lugar. Vida, estamos en paz, y eso es suficiente.



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