No 112 "El corazón y el olvido"


El olvido no llega con estruendo, sino como una sombra que se arrastra por los bordes de la memoria. Borra contornos, desdibuja risas, convierte los nombres en susurros que se pierden en el viento. Es un ladrón sigiloso: roba sin prisa, dejando en su lugar un vacío que pesa menos que el aire, pero duele como una herida que nunca cicatriza.

Sin embargo, en sus grietas, entre los pliegues del tiempo, quedan astillas de luz: el tacto de una mano que ya no existe, el rumor de una canción que nadie canta, el perfume de un jardín que el cemento devoró. Son migajas, sí, pero migajas que el corazón recoge y guarda como un avaro, porque en ellas late lo que el olvido no pudo arrancar: el rescoldo de lo que fuimos.

El corazón, ese jardinero obstinado, cultiva lo imposible: hace brotar flores en el desierto de los años. Entre sus paredes, los amores perdidos no mueren; se transforman en brisas que acarician las noches frías, en luciérnagas que iluminan los caminos oscuros. Ahí habitan las miradas que nos salvaron, las palabras que nos definieron, los silencios que nos unieron. No son recuerdos, sino semillas de eternidad.

Y cuando la vida, con su peso de horas y despedidas, intente sepultar esos tesoros bajo la tierra del tiempo, el corazón resistirá. Porque él sabe que amar es tejer con hilos invisibles: un oficio absurdo y sublime, donde lo que se pierde con los ojos se gana con la piel. Así, en su seno, hasta el olvido se vuelve cómplice: no destruye, sino que filtra, dejando solo lo esencial: el amor que, como un río subterráneo, sigue fluyendo incluso cuando la superficie se ha secado.

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