No 84 "Pinceladas de dignidad:Memorias de un corazón sin arrugas"

 

El crepúsculo de la vida se extiende ante mí como un lienzo de tonos ocres y dorados. Siento el peso de los años en mis huesos, pero también la ligereza de un espíritu que ha aprendido a danzar con el tiempo. Las arrugas que surcan mi rostro son mapas de risas compartidas, de lágrimas derramadas, de soles que acariciaron la piel en tardes inolvidables.


¿Cómo explicar esta embriaguez serena que me invade? Es el éxtasis silencioso de quien ha comprendido que la vejez no es un destino temible, sino un regalo envuelto en papel de plata. Cada día es un verso nuevo en el poema de la existencia, cada arruga una nota en la sinfonía de mi historia.

Me sumerjo en el recuerdo como quien se sumerge en aguas cálidas y familiares. Veo a mis amigos, eternamente jóvenes en mi memoria, riendo bajo un cielo que nunca envejecerá. Sus voces resuenan en mí con la cadencia de una canción olvidada que de pronto resurge, llenando el aire de nostalgias dulces.


El amor... ah, el amor. Ya no es el torrente impetuoso de la juventud, sino un río ancho y profundo que fluye con calma imperturbable. He aprendido a querer con la paciencia de quien sabe que el tiempo es un aliado, no un enemigo. Cada gesto, cada palabra, cada silencio compartido es un tesoro que guardo en el cofre sin fondo de mi corazón.


Camino más despacio, sí, pero mis pasos son firmes y seguros. No añoro la prisa febril de antaño; ahora sé que la vida se saborea mejor a pequeños sorbos, como un vino exquisito que mejora con los años.


Y aunque ya no soy un niño, ¿quién dice que no puedo seguir jugando? La alegría no tiene edad, y el asombro ante la belleza del mundo renace cada mañana con el primer rayo de sol. Mi corazón, lejos de arrugarse, se expande con cada nuevo día, con cada nueva experiencia.


Envejecer con dignidad es un arte, una danza sutil entre la aceptación y la rebeldía. No pido permiso para ser quien soy, no me avergüenzo de las marcas que el tiempo ha dejado en mí. Son medallas de honor, testimonios de una vida vivida en plenitud.


La felicidad, esa mariposa esquiva, no necesita maquillaje. Se posa en las manos arrugadas con la misma gracia con que lo hacía en las manos lisas de la juventud. Y en esa revelación hay una belleza profunda que me estremece hasta los suspiros.


Así, mientras el sol de mi vida desciende lentamente hacia el horizonte, pinto mi crepúsculo con los colores más vivos de mi paleta. Porque he aprendido que no son los años los que nos hacen viejos, sino el miedo a vivirlos. Y yo, oh vida mía, estoy dispuesto a vivir cada uno de ellos con la intensidad de quien sabe que cada instante es un milagro irrepetible.



Comentarios

  1. Hola compañero, encantada con relatos. Son poesía elocuente y un recuerdo dulce u encantador.

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